Carta de Navidad del Obispo de Canarias, D. José Mazuelos Pérez

Mirar a Belén con los ojos de María

No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia una gran alegría… Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es el Mesías, el Señor”. (Lc 2,10).

Es éste el anuncio que hacen los ángeles a los pastores y a cada uno de nosotros para invitarnos a contemplar el misterio de amor encerrado en el pesebre de Belén: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9,5) ¡Qué misterio tan grande! Dios se hace hombre, para que el hombre participe de la naturaleza divina. Dios se hace carne de nuestra carne, historia de nuestra historia, tiempo de nuestro tiempo: “El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria” (Jn 1, 14).

Con motivo de la celebración del 2025 de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, se nos invita a renovar y actualizar el misterio de la Navidad.

El niño, anunciado por los profetas y nacido en Belén, continúa naciendo hoy para que los cristianos y las personas de buena voluntad podamos experimentar su amor, su cercanía y su salvación. Dios viene al mundo para poner su tienda entre los hombres y para hacer germinar en el corazón humano el amor, la alegría y la paz. Acudamos a Belén a contemplar esa gran señal “un niño envuelto en pañales”: un recién nacido frágil, que las manos de una mujer envuelven con ropas pobres y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. Nada prodigioso. Nada extraordinario. Nada espectacular. Su trono fue un pesebre, su palacio un establo, su compañía un buey y una mula.

¿Quién puede pensar que ese pequeño ser humano es el Hijo del Altísimo? (Lc 1, 32). Sólo ella, su Madre, conoce la verdad y guarda su misterio. También nosotros podemos “pasar” a través de su mirada, para reconocer en este Niño el rostro humano de Dios. También para nosotros, es posible encontrar a Cristo y contemplarlo con los ojos de María. (Juan Pablo II, homilía Misa de Nochebuena, martes 24 de diciembre de 2002)

Contemplemos con María al Niño envuelto en pañales y acostado en el pesebre (cf. Lc 2, 7). Es Dios que viene a visitarnos para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (cf. Lc 1, 79). María lo contempla, lo acaricia y lo arropa, interrogándose sobre el sentido de los prodigios que

rodean el misterio de la Navidad y nos invita a no quedarnos en una Navidad superficial, folclórica o comercial. Junto a la Cuna del Niño-Dios, meditemos y agradezcamos, primero, el gran misterio del Amor de todo un Dios hecho carne de nuestra carne, tiempo de nuestro tiempo, tierra de nuestra tierra.

Acudamos como los pastores a ver cómo en el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo ha venido a la tierra y hace saltar de gozo a los ángeles que cantan de alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. La tierra ha quedado restablecida y es posible ahora, como recogen los Padres de la Iglesia, que los hombres y los ángeles canten juntos el canto de alabanza al Señor de toda la creación.

Sólo los humildes pueden ir a Belén y arrodillarse ante la maravilla infinita. Sólo la contemplación llena de fe y de amor es capaz de penetrar –o, mejor dicho, de vislumbrar un poquito al menos— la grandeza inefable de la Navidad ¡El Dios eterno, infinito, omnipotente e inmortal, convertido en un Niño recién nacido, pequeñito, impotente, humilde, incapaz de valerse por sí mismo! Al Dios que ha venido a salvarnos no hay que buscarlo en las alturas inaccesibles, sino en la realidad cercana de lo humano, porque Él mismo ha asumido nuestra propia naturaleza para redimirla. Y no se le encuentra en medio del lujo y la fastuosidad de los palacios, sino en la pobreza, humildad y sencillez de un pesebre. La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar.

Escuchemos a ese Niño que con su venida al mundo nos repite: “No Temáis”. Dejémonos, pues, iluminar por esa luz de Cristo que con su Encarnación ha derrotado el poder del mal y nos ha readmitido al convite de la vida. Sintamos en esta noche el tierno amor de Dios que nos anima a no dejarnos intimidar por un mundo tantas veces convertido en establo y lleno de tinieblas que ensombrecen la dignidad de los seres humanos.

Abracemos al niño de Belén viviendo la caridad especialmente con los más débiles y marginados. Trabajemos para que puedan vivir con alegría la Navidad aquellos que tienen más dificultad por carecer de alimentos y de trabajo.

Acompañemos a los ancianos en su soledad y visitemos a los enfermos para llevarle la fe y la esperanza en su debilidad, acojamos a los migrantes para paliar la añoranza de su tierra lejana o la falta de sus seres queridos. Hagamos de la Navidad un momento especial para luchar contra la economía del descarte y ocupémonos en la construcción

de un nuevo orden mundial fundado en la fraternidad, la justicia, la paz y en el que brillen unas relaciones humanas y económicas justas que respeten la dignidad de todos los seres humanos. Afrontemos el cuidado y respeto de la creación para convertir con Jesús la Casa común en una

casa acogedora.

Contemplemos al niño de Belén que nos revela que la salvación de Dios se ha hecho presente a través de una experiencia de familia. Por eso Navidad es tiempo de familia, donde hay siempre un sitio libre en el hogar y una mesa preparada: “caliente el pan y envejecido el vino”. En

Navidad dirigimos nuestras miradas y nuestros corazones a Belén, donde está la Sagrada Familia: Jesús, María y José, que nos enseñan a vivir la vocación de servicio al amor y a la vida.

Dejémonos sorprender por el Dios que se inclina, que viene abajo, precisamente Él, como un niño, incluso hasta la miseria del establo, símbolo de toda necesidad y estado de abandono de los hombres. Dios baja realmente. ¿Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza? Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad.

Dios se ha hecho uno de nosotros para que podamos estar con él, para que podamos llegar a ser semejantes a él. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo. Ha elegido como signo suyo al Niño en el pesebre: él es así. De este modo aprendemos a conocerlo. En todo niño resplandece algún destello de aquel “hoy”, de la cercanía de Dios que debemos amar y a la cual hemos de someternos; en todo niño, también en el que aún no ha nacido.

Concluyamos diciéndole a María: Danos tus ojos, María, para descifrar el misterio que se oculta tras la fragilidad de los miembros del Hijo. Enséñanos a reconocer su rostro en los niños de toda raza y cultura. Ayúdanos a ser testigos creíbles de su mensaje de paz y de amor, para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, caracterizado aún por tensos contrastes e inauditas violencias, reconozcan en el Niño que está en tus brazos al único Salvador del mundo, fuente inagotable de la paz verdadera, a la que todos aspiran en lo más profundo del corazón.

Que la Virgen Santa, nos ayude “a conservar siempre estas cosas y meditarlas en nuestro corazón”.

Os deseo a todos una muy Feliz Navidad y un Año Nuevo 2025 colmado de bendiciones.

 

José Mazuelos Pérez.

Obispo de Canarias