Ya casi arruinada la primitiva imagen, los regidores de la ciudad queriéndola sustituir encargaron al que luego sería insigne imaginero insular, que ya empezaba a despuntar por su magnífico arte, don José Luján Pérez, una nueva talla en 1780.
Aunque se comenzó su factura a finales de 1780, pudo dilatarse bastante en el tiempo su finalización, debido a que el cambio de escultura no era del agrado, ni de la comunidad Agustina que la custodiaba, ni del pueblo que la veneraba, o bien, por problemas de índole económico. Probablemente pudo estar realizada a principios del XIX, siendo depositada en algún lugar del Ayuntamiento, debido al rechazo que suscitaba, frente al fervor que, en cambio, despertaba la vieja imagen, aunque estuviese muy estropeada. Ello puede deducirse a través de la correspondencia epistolar cruzada en 1813—1814, entre el entonces alcalde de la ciudad, Manuel Llarena, y el Obispo Manuel Verdugo, ante la negativa de los frailes agustinos a bendecir y rendir culto a la nueva imagen, por la que el Consistorio pagaría a Luján Pérez 200 pesos.
En 1813, ya estaría colocada en la capilla, mientras que el 3 de febrero de 1814 el Obispo ordenó al prior de los agustinos que procediese a bendecir esta escultura. Asimismo, en esa fecha, el prelado solicita al regidor que sea trasladada la antigua imagen a la Casa Episcopal donde dispondrá de su consumición en la forma debida a una imagen de Jesucristo, a quién se ha tributado por tanto tiempo el culto que le pertenece. De esta cita se colige que la vieja imagen debió de inhumarse.
Dada la relación existente entre Cristóbal Afonso y José Luján Pérez, éste último tuvo que tener en cuenta la plasmación pictórica realizada por su maestro al tallar su Cristo de la Vera Cruz, como se pone de manifiesto al examinar el cuadro y la escultura de Luján. Especialmente, en lo concerniente al ladeamiento de la imagen hacia el lado derecho, vuelo de la lazada del paño de pureza, y posturas —tanto de cabeza, como de piernas— además de la elegante cadencia que ambos autores impregnan a sus respectivos Crucificados.
Las diferencias más notables entre la imagen pintada y la esculpida pueden referirse a la concepción más barroca del Cristo del imaginero respecto la factura tardo renacentista que presenta la imagen pintada, palpable en el excesivo alargamiento del tórax. Por otra parte, el óleo del pintor tinerfeño muestra la imagen con las manos abiertas, sin contraer los dedos, como la de Luján Pérez, ostentando un gran nudo en la parte central del paño de pureza, frente a los dinámicos pliegues del paño púbico de la talla de Luján.
En el nuevo Cristo de la Vera Cruz, Luján casi consigue la depuración de líneas del rostro, manos y pies, perfección en formas y proporciones del desnudo. Poseía una superior práctica para desbastar los grandes bloques, siendo sus terminados perfectos muy de notar en las extremidades de sus esculturas, en tal manera acabada que nunca usó empastes ni aditamentos. Es un Cristo sangrante y martirizado pero con la mansedumbre que caracteriza su producción imaginera. Es por tanto, una bella imagen desde la inclinación de la cabeza hasta las bellas líneas del torso que caen sobre los pies clavados y cruzados.