Debajo de la fachada de la iglesia de San Agustín se contempla a Santa Mónica. Sentada y sin prisas está educando en la fe cristiana a su hijo Agustín que de pie y de espaldas al crucificado expresa la vida rebelde y pecaminosa que llevó durante su juventud. Las enseñanzas, las oraciones y las lágrimas de santa
Mónica dieron fruto en su momento y Agustín se convirtió y fue bautizado por San Ambrosio, obispo de Milán, en la Vigilia Pascual del año 387.
Debajo del frontis de la Catedral se refleja el momento inicial de la conversión de San Agustín, según él mismo lo relata en su libro Confesiones ( Libro 8, capítulo 12).
Desgarrado interiormente se fue a llorar debajo de una higuera. Allí oye una voz infantil que cantaba:
“toma y lee”.
Lo interpretó como una invitación del Señor a leer la Biblia. La abrió al azar y leyó los versículos 13 y 14 del capítulo 13 de la carta a los Romanos:
“…nada de comilonas ni borracheras, nada de prostitución y vicios, nada de pleitos
y envidias. Revístanse del Señor Jesucristo…”.
Y una luz de seguridad se apoderó de su corazón. Así comenzó el itinerario de su conversión. Más tarde fue nombrado Obispo de Hipona, norte de África.
Debajo de la cruz se ve el escudo de la Orden de los Agustinos: un corazón del que sale una llama de fuego, traspasado por una flecha y descansando sobre un libro abierto.
La grandiosa escultura de San Agustín en el retablo está expresando su extraordinaria personalidad. Se le considera como una de las 4 ó 5 personas que más han influido en nuestra cultura occidental en los últimos 1500 años. Su libro más leído es “Confesiones”, y es un canto de alabanza a la misericordia de Dios por las maravillas que realizó en su propia vida.