La vida de San Agustín

La vida de San Agustín se puede leer de dos maneras:

La 1ª lectura es imaginarnos a San Agustín, antes de su conversión, como deslizándose por una pendiente con visos de caer en un mar de errores y pecados del cual no se podrá salir fácilmente.
En las primeras décadas de su vida y a pesar de ser hijo de madre tan santa, Santa Mónica, Agustín se precipitaba por esa pendiente hacia el abismo del error y del pecado.

No cesaba de reunirse con malas compañías. Se aficionó a leer libros contrarios, o al margen, de la fe católica. Se acostumbró a asistir a espectáculos inmorales. Quería ser el 1º en la clase y lo consiguió, pues toda su ilusión era hacer una carrera brillante, para conseguir prestigio social, codearse con los poderosos de este mundo, llegar a tener mucho dinero, ocupar cargos en la vida pública. Estaba pues dominado por el orgullo y la soberbia, la ambición y el dinero. Y llegó a ser un excelente profesor.
Se dejó llevar por sus pasiones carnales y se unió sentimentalmente a una mujer con la que tuvo un hijo a quien  puso por nombre Adeodato. Cayó en manos de una secta y se convirtió en su propagador.

Y a esto, hay que añadirle una actitud pecaminosa que le sumía más y más en el pecado: tenía una sutil habilidad para rechazar y posponer su conversión. Cada vez que su madre, Santa Mónica, cuya fiesta celebrábamos ayer, le susurraba un consejo para que cambiara de vida, Agustín respondía: “mañana, mañana”. Como queriendo decir: déjame disfrutar hoy de mis pecados. Mañana me convertiré. Y así pasaron años y años. Y la paciente Mónica no cesaba de orar y derramar lágrimas por su conversión.

Diríase que Dios permitía este camino de pecado en Agustín para que resaltara luego con más impacto las maravillas que Dios iba a realizar en él.

Ahora nos miramos a nosotros mismos. Somos ya cristianos. Somos católicos practicantes. Venimos con frecuencia a misa. Pero nos podemos preguntar ¿Hay en nuestra vida algo que necesita cambiarse? ¿Hay en nuestra vida comportamientos y actitudes pecaminosas que nos alejan de Dios?
Cuando sentimos la llamada a cambiar de vida, a ser mejores, a llevar una vida más cercana a Dios y al prójimo, ¿respondemos como San Agustín, “mañana, mañana”?

Esto es como decir: déjame en mi comodidad, Dios no pide tanto. Mañana será otro día y tendré tiempo de confesarme. Y esta negativa, este aplazar las obras buenas, este esquivar la llamada de Dios a la conversión de cada día, es querer permanecer en nuestra mediocridad.

La 2ª manera de leer la vida de San Agustín es imaginarlo subiendo dificultosamente hacia  la más alta cima de la verdad: hacia el encuentro con Cristo.

Porque en la vida de pecado que llevaba, Agustín portaba en su interior un explorador, un incansable buscador de la verdad. Él mismo reconoce que los caminos pecaminosos que recorrió los hacía buscando la verdad, fuente de toda felicidad.
Pero en la búsqueda de la verdad y de la felicidad escogió un camino equivocado y erróneo. Salió de sí mismo buscando prestigio, honores, dinero y placeres. Lo cual le producía un vacío y un hastío cada vez más difícil de llevar y de superar.

Todo esto le va produciendo una negra lucha interior. El quiere aclararse. Para lo cual lee libros, habla con amigos, asiste incansablemente a escuchar los sermones de San Ambrosio, obispo de Milán, pide consejo a un santo sacerdote anciano llamado Sulpiciano. Todo ello va aumentando el tormento en su corazón. Pues vislumbra  ya dónde encontrar la verdad, pero no tiene fuerzas para romper con su pecaminoso pasado.

En su libro Confesiones, narra el dramático y largo camino hacia la conversión, más difícil que subir a la más alta montaña del mundo. Dice él que veía ya con más o menos claridad la luz de la verdad. Y se decía retorciéndose sobre sí mismo: “¿Hasta cuándo Señor, hasta cuándo seguiré diciendo: mañana, mañana?” Pero un día llegó el definitivo y decisivo combate interior y se dijo “¿y por qué no ahora? ¿ Por qué no poner fin a mis torpezas en este mismo momento?”.

Fue entonces cuando oyó la voz de un niño desde la casa vecina que decía:

“Toma y lee, toma y lee”.

El interpretó que era la voz de Dios que le mandaba leer la Biblia. Abrió la Biblia al azar y leyó el siguiente versículo de San Pablo:

“Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien de Nuestro Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Cor 13,13-14).

          Y nos dice San Agustín:

“Ni quise leer más ni era necesario. En ese instante se disiparon todas las tinieblas de mis dudas, como si una luz de seguridad se hubiera apoderado de mi corazón”. (Conf. 8,12).

Y comenzó a ser “una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado” como escuchamos hace un momento en la 2ª lectura.

          Y se decidió abrazar la verdad que es Cristo, fuente de felicidad. Más tarde él rezará:

“Señor, me llamaste y me gritaste hasta romper mi sordera” (Conf. 10,27).

          Y reconocerá que es precisamente en el interior de uno mismo donde cada ser humano puede encontrar la verdad. Dios mismo es el que está en el fondo del corazón. Por eso, escribirá

“Nos has creado Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.” (Conf. 1,1)

y también

“Dios está allí donde se saborea la verdad: en lo más íntimo del corazón.” (Conf. 4,12).

          Cuando uno, pues, se aleja de Dios por el pecado, se está alejando de sí mismo. Y cuando quiere encontrarse con Dios tiene que desandar el camino hasta encontrarse consigo y encararse con su propia realidad. La vuelta a nuestro interior es un dificultoso peregrinar en la fe hacia un encuentro vivo con Cristo, que es “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6), rostro visible de Padre Dios.

          Este encuentro con Cristo lo celebró públicamente recibiendo las aguas bautismales, él y su hijo Adeodato en Milán, de manos de San Ambrosio, en la Vigilia Pascual del año 387. Santa Mónica, su madre sabía profundamente que Dios buscaba a su hijo Agustín como el pastor busca a la oveja perdida. Por eso, se ofreció ella misma a ser como los pies del Señor yendo tras su hijo, o como los brazos del Señor para abrazar a su hijo llegado el momento de la conversión.

Y Agustín vio en Mónica, su madre, un signo de la misericordia de Dios. Y puso toda su confianza en Él diciendo “el Señor es mi pastor, nada me falta” como cantábamos en el Salmo.

Su madre, Santa Mónica, que participaba en la ceremonia se vio colmada y con creces en lo que había sido el motivo fundamental de su vivir: ver a su hijo Agustín convertido y bautizado en la iglesia católica.

Poco después, en una conversación transparente de alma a alma, una noche de luna llena, apoyados en la ventana y mirando al jardín, Mónica viendo ya cumplida la ilusión de vida, exclama: “Señor, ¿Qué hago yo ya aquí en este mundo? Ya nada de lo de aquí abajo me hace feliz. Una sola cosa me hacía desear vivir mucho tiempo: el verte cristiano católico antes de morir. Quiero estar ya con Dios para siempre.” Y aquel mismo año murió.

          Una gran lección nos sigue dando hoy San Agustín. Y es que debemos ver en todos los acontecimientos que suceden en nuestra historia personal, incluso en nuestras debilidades y pecados, la mano misericordiosa de Dios que va ofreciéndonos la felicidad eterna. Todo, absolutamente todo en nuestra vida sucede para nuestro bien. Así leía Agustín su propia vida y por eso Dios realizó en él las maravillas de la santidad.

de la Homilía realizada por Diego Monzón Melián, párroco de ésta en 1996.